Historia de la casa: cuando se prescinde de la vida

Sergio Rubira

En 1925, en la Exposición Internacional de Artes Decorativas e Industriales Modernas que se celebraba en París, un pequeño pabellón pasaba prácticamente desapercibido a los miles de visitantes. Pocos, muy pocos, sólo los que hoy consideraríamos “modernos” reparaban en él. Estos, los “modernos”, tuvieron que esperar cerca de tres meses después de la inauguración para verlo acabado. El presupuesto fue exiguo y la organización intentó boicotearlo varias veces con excusas banales sin poder conseguirlo, tanto fue el empeño de su creador. Los “modernistas”, que no los “modernos”, lo despreciaban, o, mejor, ni siquiera lo apreciaban; no le daban importancia, lo consideraban una locura más de la vanguardia; preferían el lujo artesanal, o casi, de los demás pabellones. Las pieles de cebra y tigre, el ébano y la caoba, el lapislázuli, la malaquita y el jade, los rasos y las sedas, invadían los espacios, recreando interiores de ricos coleccionistas o dormitorios de acaudaladas damas. Fue el triunfo del Art Decó, ese movimiento que prolongaba las distinciones entre lo interior y lo exterior, entre el arquitecto y el tapicero, que se habían establecido en la arquitectura palaciega de la Francia del siglo XVIII. También, de tan preocupado por la superficie, el Art Decó se había olvidado de investigar la forma eficiente de organizar esos interiores que rellenaba, y continuaba otra tradición, ésta decimonónica, la que separaba las labores del arquitecto y del decorador del trabajo del ingeniero, que, sólo cuando los otros se lo permitían, intervenía en el desarrollo de los sistemas de ventilación, de calefacción y de iluminación, lo que había ralentizado la evolución del espacio doméstico. Porque, como la nuestra, la historia de la casa, de la idea de casa o de la casa ideal fue, ha sido y es una historia de conflictos, entre exterioridad e interioridad, entre forma y función, entre teoría y práctica…; cuando se privilegiaba a una, la otra daba un paso atrás. Sin embargo, ese pabellón, que era modesto en su aspecto, era ambicioso en sus objetivos, como todo lo ideal, todos los ideales. Su arquitecto, Le Corbusier, proponía una solución, profetizaba un “espíritu nuevo”, el Esprit Nouveau que titulaba la revista de vanguardia que se había encargado de su construcción y que en pocos años, apenas veinte, iba a extenderse por todo el mundo, dando lugar al Estilo Internacional. El pabellón pretendía ser un modelo para la casa moderna, el prototipo de una máquina de habitar, como él prefería denominarla. Le Corbusier, influido por la lectura de las teorías de F.W. Taylor -que aplicaba los métodos científicos de observación a la organización de la producción industrial-, quería alcanzar una abstracción, la estructura perfecta, que permitiera la construcción en masa de unidades de habitación estandarizadas pero que, al mismo tiempo, por su carácter modular fueran fácilmente adaptables a cualquier situación y función. Le Corbusier, como otros arquitectos de las primeras décadas del siglo XX, intentando recuperar el poder perdido a favor del decorador, se interesó también por el interior, simplificó las habitaciones y sustituyó los muebles -cuando no era él mismo su diseñador- por equipamiento, por objetos-tipo sacados de laboratorios, oficinas y restaurantes. Aunque, por su exceso de ambición, como todo lo ideal, todos los ideales, fracasó. No tuvo en cuenta o no lo suficiente que sus máquinas de habitación tenían que ser vividas, que no debían ser sólo casas sino también hogares. Ninguna de sus villas construidas respondió a la estandarización, eran viviendas unifamiliares que nunca se repitieron, los que las encargaban no parecían dispuestos, y la organización de los módulos resultaba poco orgánica, no se adaptaba tan bien como él pensaba. Muchas de ellas se quedaron sin habitar, convirtiéndose en museos, en decorados intocables, en lugares en los que no pasaba el tiempo; era difícil vivir en esos espacios desnudos y fríos, modernos en exceso y nada confortables, cuando se sabía que la comodidad era desde hacía siglos uno de los atributos de lo doméstico. Otras tuvieron graves problemas constructivos -a lo mejor sólo fueron excusas- que obligaron a sus dueños a reformarlas, alterando la planta, la cubierta o la fachada originales. Lo ideal y lo real nunca han dejado de pelearse y Le Corbusier -por esa ambición que ha dado lugar al arquitecto todopoderoso de la contemporaneidad, ese maestro de obras global que, cegado por lo que cree su autoridad, pretende diseñar hasta el más mínimo detalle de sus edificios, incluidos sus habitantes y el modo en el que deben usarlos- fue una víctima más del ideal: se olvidó de la vida, de la rutina y del accidente, y prescindió de los que están vivos, de los que viven, de sus tretas para cambiar sus planes, de sus pequeñas tácticas -“modos de hacer”- para rebelarse contra la norma impuesta.

La casa B-300, la máquina de habitar proyectada por Sofía Jack, nueva utopía heredera de algunos de los presupuestos de la modernidad (iteratividad y adaptabilidad), propone – consciente de su carácter de ficción, de ciencia-ficción, de imposibilidad hoy, aunque quizá no mañana- una solución para el conflicto entre arquitectura y vida, entre lo ideal y la real a través de lo virtual, del arte. Casi con seguridad porque la propia Jack no es arquitecto sino habitante, vividora de la arquitectura, ha logrado resolver el problema. Su casa es vida, es como la vida, parece un ser vivo. La casa B-300 es un organismo que, como sus moradores, tiene que adaptarse al día a día, a lo cotidiano, al hábito y al suceso, a lo previsible y a lo imprevisible, a lo inalterable y a lo cambiante, teniendo en cuenta no sólo el espacio sino también el tiempo, un tiempo que no puede estar ya detenido porque forma parte de un relato.

La casa, la vida, instrucciones de uso

“Los apartamentos están construidos por arquitectos que tienen ideas muy precisas sobre qué debe ser una entrada, una sala de estar (…), una habitación de los papás, una habitación del niño, una habitación de la criada, un pasillo, una cocina o un cuarto de baño. Sin embargo, al principio todas las piezas se parecen poco o mucho, no vale la pena tratar de impresionarnos con historias de módulos y otras pamplinas…”. Georges Perec, Especies de espacios. A pesar de que Le Corbusier conocía desde 1917 los Principles of scientific management que escribió F.W. Taylor seis años antes, éstos sólo se reflejaron de forma superficial en su casa ideal, porque, como casi todos los arquitectos y decoradores, estaba más interesado en dotar de un aspecto moderno, en su caso, a sus obras, más preocupado en que la estructura de sus edificios respondiera a las proporciones áureas de la tradición, o, incluso, más comprometido con la rentabilidad industrial de sus construcciones, que con los que iban a ser sus habitantes. Le Corbusier no entendió -o no quiso entender que la casa no era el producto final de la cadena industrial, el objeto producido en masa, la mercancía (o, quizá, siendo más perverso, lo entendió pero utilizó el taylorismo para esconder -justificar- una intencionalidad artística deshumanizada -típica de algunas vanguardias- que sacrificaba la vida al arte), sino que ésta era equivalente a una fábrica llena de trabajadores, trabajadores cuyas costumbres había que estudiar para alcanzar la máxima eficiencia. Para poder aplicar los principios de Taylor a la arquitectura doméstica era imprescindible considerar a sus usuarios, la máquina de habitar no era automática, alguien tenía que manejarla.

“No sé, no quiero saber, dónde comienza y dónde termina lo funcional. Lo que me parece en todo caso es que en la división modelo de los apartamentos de hoy, lo funcional funciona según un procedimiento unívoco, secuencial, y nictemeral: las actividades cotidianas corresponden a fases horarias y a cada fase horaria corresponde una de las piezas del apartamento”.

Georges Perec, Especies de espacios.

Fue un grupo de pioneras* el que primero se dio cuenta de que la casa era también un lugar de trabajo y que la funcionalidad era una condición imprescindible para lograr la comodidad. A principios del siglo XX, en Estados Unidos, se estaba desarrollando un nuevo concepto de ingeniería, el de la ingeniería de eficiencia, que consistía en estudiar la rutina de los trabajadores de las fábricas para optimizar al máximo su productividad y la de las máquinas que utilizaban. Esposas y amigas de estos ingenieros, como usuarias principales de las casas, descubrieron que los mismos métodos eran aplicables al espacio doméstico y comenzaron a registrar sus movimientos cotidianos y los de sus familias -incluso los de otras mujeres, además amas de casa- para mejorar sus condiciones de vida y perfeccionar sus hogares. A través de sus experiencias, recogidas en numerosos libros -tratados de economía doméstica que actuaban casi como los folletos de instrucciones de los electrodomésticos o como recopilaciones de recetas-, introdujeron lo cotidiano, esa porción de vida que está regulada, en la creación de una nueva idea de casa o de una casa ideal, muy similar a la que hoy habitamos. A pesar de ello, de que por fin no se prescindía de la vida, aunque fuera sólo de una parte, su día a día estaba normalizado en exceso; esquemas, diagramas, recorridos, estadísticas, presupuestos, agendas y horarios organizaban su tiempo y su espacio. Si bien eran conscientes de la excepción -no podían dejar de serlo, sus teorías se basaban en la práctica, en el ensayo, en el experimento, en la prueba y en el error-, ésta no hacía sino confirmar la regla -la costumbre se hacía ciencia-: no dejes lugar a lo incierto; todo tiene que estar medido y ordenado; tú puedes llegar a otra solución pero siempre será siguiendo un camino parecido al mío, no te desvíes demasiado; sigue las instrucciones; no cabe el accidente o, por lo menos, hay que extremar las medidas para intentarlo; calcula los riesgos y ten previsto cómo comportante ante una emergencia. Lo improbable siempre da miedo, supone demasiado esfuerzo, pero si la rutina es la matemática de la vida, el suceso es la poética, se introduce en la narración como un breve haiku y le presta interés, rompe el bajo continuo de lo cotidiano y crea la melodía. Para lo anecdótico, lo eventual, lo repentino, la pasión, lo irregular no hay manuales de uso, y cuando existen, nunca sirven, no hay dos accidentes iguales.

“accidente. (…) m. Calidad o estado que aparece en alguna cosa, sin que sea parte de su esencia o naturaleza. // 2. Suceso eventual que altera el orden regular de las cosas. // 3. Suceso eventual o acción de que involuntariamente resulta daño para las personas o las cosas. (…) // 4. Indisposición o enfermedad que sobreviene repentinamente y priva de sentido, de movimiento o de ambas cosas. // 5. Pasión o movimiento del ánimo. // 6. Irregularidad del terreno con elevación o depresión bruscas, quiebras, fragosidad, etc. (…)“. Real Academia Española, Diccionario de la Lengua Española.

“accidente doméstico. Dibujando un volcán, éste entra en erupción. // 2. Una tormenta estalla en el estampado del mantel. // 3. Un sapo deja sus huevos en las zapatillas de andar por casa. // 4. Una pelusa entra por la ventana de la terraza, se introduce en el dibujo de la alfombra y al ser aspirada te devuelve al origen. // 5. El agua de toda la casa rebosa al escuchar el diálogo final de Casablanca. // 6. Preparar un bizcocho de chocolate para las gallinas que viven en la cocina. (…)”.

La casa B-300. Circuitos de memoria: aprender a vivir

Hasta que el helicóptero que la transportaba tuvo que abandonarla en el mar por problemas técnicos, B-300 no dejó de ser prototipo para empezar a ser casa. El azar y las mareas hicieron que tropezara con la costa. Decidió quedarse allí. Los acantilados eran muy irregulares, pero pudo integrarse. Estaba programada para adaptarse al medio, como algunos de nosotros; a otros, también de los nuestros, los acontecimientos les superan y se cortocircuitan, se dejan morir. Ella pertenecía al primer grupo, era capaz de asimilar lo repentino. La vida, como siempre, nació del accidente. No estaba previsto que fuera tan pronto. La vida se coló también por la puerta principal, la que excavada en la roca daba al aparcamiento. Fue ocupada, quizá sólo de forma virtual; puede que ella misma crease a sus inquilinos, acaso ¿importa? B-300 necesitaba ser vivida, ya no podía -no quería- ser un prototipo. La marcha atrás era imposible. No estaba calculado que nadie la habitara todavía, sus creadores, los que habían proyectado su traslado, lo hubiesen evitado. Había escapado a su control y, sin duda, pensaban que debería haberse probado antes, con certeza no estaba lista para lo que vendría. Nadie podía conocer cuál iba a ser su futuro, ¿alguien lo conoce? B-300 tuvo que acostumbrarse a vivir, a dejarse vivir. Se vio obligada a procesar decenas, cientos, miles, millones de datos, para poder rescribirse, incluirse en el relato. Sólo el paso del tiempo -ni el tiempo detenido, ni tampoco el medido-, le podía enseñar a vivir. Como cualquiera, tenía que aprender cómo. Los acontecimientos, los habituales y los fortuitos, fueron sus profesores. A diferencia de otras casas perfectas, pensadas como perfectas, o que se creían perfectas, B-300 estaba viva. Las demás, esas otras casas ideales, no tenían biografía: unas habían nacido muertas, eran cadáveres embalsamados, momias que se exponen en un museo, el peculiar museo de la historia de la arquitectura; las otras eran máquinas programadas, seguían el ritmo que les marcaban sus engranajes de reloj, como los humanoides de las películas futuristas estaban esclavizadas, su única función era el servicio. B-300 se había rebelado contra su destino y no quería limitarse a existir, vivía. Su software mutaba de forma constante; dejó de ser un código que marcaba su comportamiento, que la condicionaba y la dominaba, que le daba instrucciones, y se convirtió en el texto de un diario, una extraña narración autobiográfica, indescifrable para los demás, difícilmente inteligible, siempre imprevisible, llena de accidentes, que B-300 escribía para comprenderse y entender el mundo en el que de repente se había encontrado. Había logrado construirse un pasado, ya había de lo que acordarse, su memoria guardaba un registro, y tenía un futuro porque estaba a la expectativa, esperaba que ocurriera algo nuevo, distinto, diferente, era lo único de lo que podía estar segura. Como casi todos, sacaba conclusiones de lo que le sucedía, de lo que pasaba en su interior y a su alrededor. Sus deducciones se esculpían sobre el acero de sus circuitos. Algunos tenían formas insólitas: es complicado saber lo que piensan los demás. Uno de ellos correspondía de forma clara a un autorretrato, cómo se veía ella misma o cómo quería presentarse a los demás. Otros dos más sintéticos, más directos, representaban quizás a sus residentes. El primero parecía una mujer, la que hubiera sido su ama si B-300 fuera otro tipo de casa, una diosa con múltiples brazos, que podía estar dentro y fuera a la vez, con demasiadas responsabilidades y capaz de muchas actividades simultáneas. El segundo, podía ser un hombre, pero también una mujer, un muñeco de vudú lleno de alfileres o la guía de un acupuntor que marcaba los canales de energía del cuerpo, un instrumento para causar daño o una herramienta para curar, dolor y placer siempre tan próximos. Su significado queda abierto, depende del que lo lea, como las autobiografías que nunca tienen un final, no pueden tenerlo porque pasarían a ser biografías, los únicos textos en los que el desenlace se conoce ya al leer la portada: la muerte. B-300 sigue viva, continúa esperando a que suceda un accidente para contarlo. ¿Qué ocurrirá?

*** * Ellen H. Richards, Christine Frederick y Mary Pattison, entre otras. Vid. Rybczynski, Witold. La casa. Historia de una idea. Nerea, Madrid,1997.